1º Lo castellano es hoy algo escurridizo. Miras un grupo de música y ahí lo dicen: Castilla. Miras a un pintor y también: castellano. En una novela, de pronto: castellanos. Sin embargo, pasa ese momento puntual y todo vuelve a la normalidad. La normalidad marcada por un estado de crisis permanente: el problema catalán, la españa vaciada, la pandemia global COVID19…todo condimentado la última moda urbana: intagram, el trap o el tiktok. Lo castellano no está en las salas de cine, en ningún programa de televisión ni en ningún fenómeno viral de masas. Pero para quienes poblamos esa geografía difusa que se dice castellana es una presencia que nos acompaña de manera intermitente: a veces como nostalgia y a veces como descargo de culpas.
Cabría pensar que lo castellano es un hecho nacional. Que forma parte de una antigua nación europea absorbida y desintegrada por un fenómeno más moderno: lo español. Incluso, hay para quien lo castellano es un hecho nacional resistente a lo español desde la derrota comunera. Para abordar el fenómeno nacional en una sociedad es necesario hablar de clases sociales en tanto que lo nacional es una construcción social moderna que está vinculada al desarrollo de una institucionalidad capitalista en la que la división social del trabajo y del poder es el sustrato del resto de procesos. Ahora, si conocer la estructura de clases es una premisa necesaria para abordar la cuestión nacional, no siempre es suficiente. Conocer las relaciones de clase de una determinada sociedad no permite entender en su totalidad el fenómeno nacional. Y esto es así porque en la construcción de lo nacional hay un sustrato identitario, un proceso de asociación colectiva a una serie de anclajes comunes.
El caso castellano como fenómeno nacional tiene poco recorrido en 2020. Negar el carácter nacional de lo castellano resulta sencillo cuando lo castellano sólo existe en algunas expresiones culturales particulares y en algunos movimientos políticos y sociales pequeños y fragmentados. Esto es así porque no hay ninguna clase social constituida en torno a lo castellano como tal, ninguna que se pueda declarar como clase nacional. Desde luego no lo es dado que a cada oligarquía local le es funcional un centralismo de Madrid que le permite mantener su cuota de poder local de manera independiente. Tampoco lo es la exigua pequeña burguesía provincial y provinciana, una absoluta minoría mayoritariamente asociada al sector público debido a la ausencia histórica de industria autóctona. Por descontado, tampoco una clase trabajadora básicamente migrante y desarraigada: en una generación se pasó de labrar la tierra en el pueblo a montar coches para una multinacional viviendo en un barrio obrero y en una segunda generación a vivir trabajando en telemarketing o logística habitando una gran-ciudad que se come el territorio.
2º Si lo castellano es hoy un retorno aislado y puntual, invocado raramente por propios y ajenos, es porque encaja más como una identidad cultural difusa y fluida que como una nacionalidad. En ausencia de marcadores biológicos que permitan –dentro de una racionalidad- identificar lo castellano en los cuerpos, lo castellano se asimila a un “paisaje” en el que se despliegan identificaciones culturales dentro de distintas narrativas fragmentadas que forman parte del juego de producción de identidades que se da en las sociedades globalizadas y que Stuar Hall describe como El regreso de la etnia, una parte fundamental de su Triángulo funesto.
En tanto que identidad, lo castellano no es sencillamente una opción más dentro del festival de culturas que las políticas culturales y la multiculturalidad introdujeron como respuesta de las metrópolis a las preguntas abiertas por la descolonización. La identidad de la que hablamos no es un objeto de consumo que se elige y se adopta. Tampoco es una esencia por descubrir que esté inscrita en algún sitio de nuestra vida o nuestro ambiente. La identidad actúa como un posicionamiento, una pertenencia, una afinidad. Por ello, lo castellano hoy nos habla de posiciones en –y ante- el mundo.
Según Edward Said, frente a la narrativa esencialista de la identidad cultural, propia del imperialismo, en la que hay un “nosotros”-civilizados- y un “ellos”-bárbaros-, el despliegue del pensamiento descolonial y feminista ha abierto la puerta a pensar la identidad de una manera más realista…y más emancipadora. Si tenemos que posicionar lo castellano en las narrativas políticas o culturales que circulan en nuestra sociedad, resulta que nos encontramos ante un producto múltiple: en ocasiones lo castellano es el germen de lo civilizado –frente al salvaje catalán, gitano o andaluz- o bien como ancla en lo primitivo y lo salvaje –frente a lo español y lo universal. Lo castellano encierra una trayectoria propia enterrada y oculta por narrativas ajenas.
3º Radiografiando de urgencia las narrativas que abordan la cuestión castellana hoy nos encontramos con al menos tres posturas: la imperial, la campesina y la comunera. Las tres son hijas de su tiempo, esclavas de subjetividades externas. Por un lado, hay una idea de la castilla imperial como germen inevitable de la monarquía hispánica, dentro del relato ideológico y político de la imperiofilia. Por otro lado está la aparentemente indisociable vinculación entre Castilla y su campo, entre lo campesino –las vidas a la intemperie que describe Marc Badal- y una identidad cultural anclada en ese contexto: una etnografía, un paisaje, una cultura…extinta por la urbanización y la industria. Por último hay un insistente hilo comunero en la historia española para el que lo auténticamente castellano quedó aplastado tras 1521, que entiende lo castellano como sinónimo de comunero y ambos conceptos como plataforma instrumental sobre la que articular un republicanismo en Castilla y, por su extensión, en las Españas.
Las narrativas que abordan lo castellano lo hacen, en todo caso, desde el prisma de una modernidad que o bien se postula como imperial o bien se postula como republicana y que en todo caso arraigan en la mítica comunidad campesina precapitalista. El problema es que cuando la modernidad mira el territorio espera ver naciones y eso en Castilla le cuesta por ese dominio de otros relatos que se han superpuesto. Es por ello que para pensar políticamente Castilla necesitamos nuevos relatos que nos alejen de la visión moderna y capitalista del territorio, de nuestra historia y de nuestra pertenencia. Necesitamos por ello relatos que no miren lo castellano como una etnia milenaria, ni como una provincia blanca más de una Europa decadente, ni como una nación moderna que deba descolonizarse siguiendo la senda abierta en el s.XX por tantos pueblos.
Hoy en día necesitamos narrativas que empujen a favor de la emancipación y la autonomía, únicas tendencias hoy que nos pueden asegurar tener libertad social y económica a medio plazo en el actual contexto mundial de crisis civilizatoria y con una guerra de clases en marcha contra la mayoría de la población. No hay retornos hacia lo étnico, lo nacional o lo racial que vayan a permitirnos hacer ese viaje. Ante esa perspectiva, lo castellano solo puede entenderse como una posición en el mundo ajena a la modernidad, como una identidad que vincule nuestros arraigos con el territorio y sus gentes que nos permita superar el corsé ideológico de la mercancía.
Gaspar M. B.
Abrigaño – Grupo de Estudios Castellanos